Los Santos

El día de los Santos, el 1 de noviembre, es el momento de homenajear a nuestros difuntos, como en tantos sitios del mundo. En Somontín la misa se traslada al cementerio, donde las tumbas de quienes aún tienen familiares o amigos lucen limpias y con ramos o coronas de flores.

Pero hay una tradición en Somontín que empezaba unos días antes con los niños como protagonistas.

El domingo antes del día de Todos los Santos, 1 de noviembre, el grupo de niños que habitualmente hacían de monaguillos en misa, casi todos los que había en el pueblo entre 6 y 15 años, iban por las calles del pueblo, de casa en casa, pidiendo dinero y repartiendo agua bendita a quienes daban un donativo, en nombre de la «Santa Paz».

No daba la colecta para invertir en bolsa, pero sí para que el cura de turno comprase unos kilos de castañas, unas tabletas de chocolate de hacer, algún boniato o simplemente unos bollos de pan de aceite, para cenar la noche del 31 de octubre y llenarse los bolsillos para llevar a casa.

Esa noche era especial. Se pasaba en la iglesia, entre la sacristía y el campanario, tocando a muerto. Ese sonar característico del pueblo, el ting-tiang que avisa de la muerte de alguno de nuestros paisanos, anuncia una misa de difunto y los acompaña desde su casa hasta la iglesia para el entierro. En este caso las campanas sonaban de noche y durante horas. A eso de las 12 de la noche se paraba y de vuelta a casa, aunque a mediados del siglo XX el toque de camparas duraba toda la noche.

Para los que participaban era una fiesta, que siempre acababa igual.

Los niños que allí se juntaban no estaban acostumbrados a ver cine de terror; alguna película a lo sumo, de serie B en blanco y negro, cuando no tenía rombos. Sin embargo, la imaginación no necesitaba demasiados motivos para que una historia fuese realmente escalofriante en aquel ambiente.

Sólo hace falta ponerse en el lugar de una docena de críos dentro de la iglesia, de noche, con el sonido de las campanas de muerto de fondo y alguien explicando una historia de miedo que había escuchado contar a sus abuelos, que había visto en una película o que se estaba inventando, mientras el gracioso de turno apagaba la luz en el momento más tenso del relato.

Ahora, por mucho menos llevamos a nuestros hijos al psicólogo.

Sin saber muy bien por qué, costumbres propias de otras culturas llegan a nuestros pueblos y acaban suplantando a las nuestras. Ahora es Halloween.